viernes, 1 de febrero de 2008

Un mundo dividido

Un mundo dividido
Se cumplen 60 años del discurso de Winston Churchill en el que usó por primera vez la expresión 'cortina de hierro'. Ese fue el comienzo de la Guerra Fría.
Fecha: 02/26/2006 -1243 El 4 de marzo de 1946, Winston Churchill, quien acababa de ser derrotado en las elecciones de su país, visitó el Westminster College, en Fulton, Missouri, y pronunció un discurso que produjo un enorme efecto en el mundo. "De Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, dijo, una cortina de hierro ha descendido a través del continente. Detrás de esa línea yacen todas las capitales de los antiguos Estados de Europa Central y Oriental: Varsovia, Berlín, Praga, Budapest, Viena, Belgrado, Bucarest y Sofía. Todas esas ciudades famosas y sus poblaciones están en lo que debo llamar la esfera soviética, bajo el control totalitario de Estados policíacos". Con esas palabras, Churchill dibujó el mapa de la Europa de la Guerra Fría. Aunque días antes el líder soviético Josef Stalin había pronunciado un discurso incendiario en el teatro Bolshoi de Moscú, hay consenso en que las palabras de Churchill fueron un momento clave que dio forma al mundo de los siguientes 45 años. Entonces, la humanidad apenas se acostumbraba al final de la Segunda Guerra Mundial. Había desaparecido la amenaza nazi, pero todavía no era claro cómo podría ser la posguerra. Entre las ruinas de las ciudades destruidas, una población aturdida caminaba sin rumbo, sumergida en una miseria sin esperanzas. Millones de soldados de la Unión Soviética habían regresado a sus casas sólo para encontrar muerte y desolación.

En contraste, Estados Unidos había terminado con su infraestructura intacta y su economía en un crecimiento sin precedentes. En la práctica, todos los países afectados por la conflagración salieron perdiendo, menos el gigante norteamericano. Las miradas se centraban en las decisiones del recién posesionado presidente Harry S. Truman, quien tenía las palancas de la reconstrucción cifradas en los dólares del tesoro federal de Washington. La alianza que ganó la guerra, constituida fundamentalmente por Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, estaba basada más en el deseo de derrotar a la Alemania nazi, que en la afinidad. Los antecedentes no ayudaban, pues Estados Unidos había apoyado a los rusos blancos anticomunistas en la guerra civil que siguió a la revolución de 1917, y los norteamericanos habían experimentado el temor de la expansión del comunismo desde finales de esa misma década. Y, efectivamente, desde la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, cuando la derrota alemana era inevitable, se habían sentido ya las tensiones entre Stalin y el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, quien moriría poco más tarde. Allí, junto con Churchill, acordó la forma como se reconstituirían los países conquistados por Alemania, y cómo se repartiría del control de este último país. Stalin consiguió que Roosevelt no objetara su ocupación de Europa Oriental a cambio de comprometerse a aceptar que celebraran elecciones y a entrar en la guerra contra Japón, el único país del eje cuya derrota no parecía inminente. Pero no cumplió ninguna de sus promesas. Muy pronto prohibió los comicios en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria; suprimió a los opositores, e instaló gobiernos prosoviéticos. Y aunque se dispuso a entrar en guerra con Japón el 18 de agosto, ese país se rindió 10 días antes. Las bombas atómicas lanzadas por Truman, supuestamente para obligar a Japón a rendirse, produjeron el efecto que muchos historiadores han señalado como su verdadera motivación: advertir al mundo, y, sobre todo, a la Unión Soviética, de que una nueva guerra sería cataclísmica. Hoy parece obvio que Estados Unidos y la Urss estaban destinados a chocar. Pero a comienzos de 1946, si bien las diferencias entre los gobiernos pasaban de la desconfianza a la agresividad, en la gente la idea de un nuevo conflicto era impopular. La opinión norteamericana había sido influida por años de propaganda en la que los soviéticos aparecían como aliados, y entre los rusos existía gratitud hacia Estados Unidos por la ayuda recibida durante su "gran guerra patriótica". En ese contexto se produjo la conferencia de Churchill, que no fue bien recibida. Como sostiene Fraser Harbutt en Churchill, America and the origins of the Cold War, fue un discurso calculado para desencadenar los hechos que siguieron.En efecto, Stalin lo tomó como una declaración de guerra. En Pravda comparó a Churchill con Hitler y aseguró que su país estaba dispuesto a ganar otra guerra para defender el comunismo. La amenaza le dio el pretexto para purgar a los sectores que habían tenido contacto con Occidente, y para reorientar su aparato militar hacia la bomba atómica. Algo parecido sucedió en Estados Unidos, donde Truman expidió la doctrina de su nombre, según la cual el comunismo no sería tolerado en Europa occidental. Durante años, Estados Unidos apoyó a cualquier régimen anticomunista, sin importar su corrupción, y los soviéticos se dedicaron a exportar la revolución del proletariado. Y en el nivel interno, la amenaza de una conflagración atómica tuvo el efecto social de un intenso adoctrinamiento. En la Urss, todo pensamiento independiente se convirtió en sospecha de traición. En Estados Unidos se impuso el unanimismo mientras el sindicalismo y los derechos civiles adquirieron un tono peligrosamente afín a los 'rojos'. Hoy es aceptado que Churchill veía con buenos ojos la división de Europa, porque eso le permitiría a Gran Bretaña, la invitada empobrecida que veía cómo su viejo imperio se perdía en la irrelevancia, mantener una influencia en los Estados del área occidental y capitalista. Vista en ese contexto, la Guerra Fría fue una exitosa herramienta de control social, cuyos efectos aún se pueden sentir. Pero hace 60 años, pocos de los que asistieron a la conferencia del viejo estadista intuyeron que presenciaban un momento pivotal de la historia.

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